Marzo es el final de un invierno, representado por el frío, pero un frío que ahora ya no huele como tal, sino que se mimetiza de húmero resplandor primaveral naciente. Marzo huele a frío agradable, a árbol que brota de sí mismo, aún en dulce yema que acaricia el viento y nos regala ese aroma a brizna tierna de hierba tímidamente, sin prisas, animada al nacer de la vida por el suave y constante susurro del Sol, que ya entibia un poco más en ardua lucha contra los hielos de las sombras y la noche gélida del invierno.
Pero sobre todo, Marzo es olor a amor, a ese resurgir de la vida, que sale directo desde el corazón. Ese asomarse a la vida y a sus frutos como si fuera el primer día del mundo, con todo aún embrionario, pero decidido a dar el paso y a sacar todo lo mejor de sí: la naturaleza, las personas, la tierra, el cielo. Un azul que huele a limpio y a húmedo, ligeramente ascendido por la brisa que la tierra hace elevarse con el insuflo de su vida y así, a cada bocanada, nos llenamos de la semilla naciente del año, del florecer de la vida, de cada vida, y de la nuestra.
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